Hace tiempo, cuando los obreros decidieron reunirse en círculos y asociaciones, en los albores del siglo XIX, no lo hicieron sólo con el interés inmediato de conseguir mejoras salariales y un mejor trato horario por parte de los patronos, sino que su deseo iba mucho más alla: necesitaban conocerse, intimar, sentirse familia ante la gran urbe que los engullía recién llegados del campo y compartir sus miserias y alegrías. Algo jugaba fuértemente a su favor: no tenían televisión.
Entre ellos había de todo: unos sabían contar cuentos populares de lo que para otros eran lejanas tierras; otros, sabían tocar algún instrumento propio del folclore de sus provincias y regiones de origen; algunas, bailar jotas, sevillanas o muiñeiras; varios, interpretar pequeñas piezas teatratales por su participación en las fiestas patronales de sus pueblos, Navidad o Semana Santa; muchas mujeres, cocinar exquisitos pucheros y pocos, pero algunos hombres, hasta leer, sí, a trancas y barrancas, pero leer, ese hecho mágico consistente en saber extraer una idea, un concepto, un "saber" de un simple dibujillo sobre un papel, o un cartón viejo, o un puñado de tierra.
Los domingos se reunían en el local sindical y todo lo compartían. Iban los afiliados, sus mujeres, sus familias, los niños, los vecinos, los amigos. Cada uno llevaba lo que podía. Si había fogón, allí se cocinaba; si no, de casa se llevaban las viandas. Por la tarde, se interpretaban sainetes didácticos, se recitaban poemas, se leían cuentos, se enseñaba a tocar la guitarra, a leer, a bailar, a cocinar. Y todo era una fiesta. La gran fiesta de los que saben disfrutar de lo poco que tienen.
Poco a poco, la explotación a la que eran sometidos no fue su único vínculo de unión, sino también aquel nacido de la solidaridad voluntaria y libre, de su convivencia humana, del ser conocedores de las necesidades no sólo propias, también de las del vecino, de las del amigo. Y la palabra compañero, y el concepto camarada comenzaron a ser algo superior al de "hermano", porque entre hermanos hay caínes, pero entre compañeros y camaradas,no. Ese fue el principio de los Ateneos Obreros.
Seguramente, gracias a esa relación que supera y transciende a las puramente económicas se debieran las primeras e imparables victorias.
Creo que esa costumbre es algo que deberíamos recuperar en nuestra actual vida sindical. No sólo para estrechar el flojo lazo que nos une sino para superar el consumismo al que nos somete el sistema capitalista. Entre nosotros, compañeros, hay multitud de personas con variados estudios profesionales y académicos; otros, con variadas aptitudes artísticas, técnicas, culturales, deportivas. Todos podemos recitar, proyectar y comentar una película, montar una obra de teatro y llevar a cabo multitud de actividades, sin tener que pagar clases, cines ni teatros, sin tener que mantener el sistema que nos convence de que "todo tiene un precio".
De alguna forma deberíamos dar ejemplo de autogestión y podríamos empezar, como homenaje, recuperando lo que nuestros mayores en la lucha nos legaron.